Erase una vez una pequeña aldea que vivía en las tinieblas debido a una cruenta batalla entre sus habitantes años atrás. Los ganadores gobernaban desde entonces con mano firme a los aldeanos, y la pequeña aldea no mantenía relaciones con ninguna otra a causa del agrio carácter de su Jefe. Pasaban los años y el sol no brillaba por aquellas lejanas tierras, pese a que eran costeras y disfrutaban de un clima mejor que en muchas otras aldeas de la zona. Los
aldeanos, conocidos en todos los condados por su alegría, se convirtieron en personas tristes que sólo podían trabajar, y se resignaron a ver cómo el Jefe y sus amigos llevaban a la aldea hacia la ruina.
Entonces, como si de un halo de esperanza se tratara, el jefe de la aldea enfermó gravemente. Sus seguidores se volvieron temerosos y sus amigos no eran capaces de dirigir con la misma mano firme a unos aldeanos que comenzaban a levantar la voz ante los atropellos que habían sufrido durante tantos y tantos años de tenebrosa realidad. El Jefe, que era bastante astuto aunque no lo pareciera, fue raudo y veloz para buscar a su posible sustituto, viendo que la aldea ya no era tan dócil como antaño. Después de meditarlo mucho, se decidió por el Rey Espigado, un hombre de otra aldea que descendía de una familia real con una larga tradición en aquel condado.
El Rey Espigado aguardó y aguardó, y finalmente el jefe de la aldea murió. Llegó de esta manera su momento, y el Rey Espigado lo aprovechó: accedió a la jefatura de la aldea, y prometió a los aldeanos que podrían otra vez salir a la calle a disfrutar de los juegos y tradiciones folclóricas de la villa, que eran muchos y variados, pero que habían desaparecido tras la guerra, pues el Jefe instauró otras nuevas. Pese a que eran muchos los aldeanos que preferían elegir a su nuevo jefe de entre los habitantes del lugar, decidieron aceptar al Rey Espigado por miedo a una nueva batalla entre ellos, pues sabían que eran también muchos otros los que preferían al Rey Espigado como sustituto del Jefe.
El Rey Espigado estaba casado con la Reina Sonriente. Juntos formaban una bonita familia completada por tres hijos, dos niñas y un niño: la Princesa Blanca, la Princesa Roja y el Príncipe Azul. Todos ellos se ganaron el cariño de la población aldeana, sobre todo porque los mensajeros, que transmitían la información a los aldeanos, eran complacientes con los deseos de los Reyes, y siempre hablaban bien de ellos. Encima, el Rey Espigado evitó otra posible guerra al capturar a unos villanos que querían devolver a la aldea a las tiniebla. La aldea volvía a vivir en un cuento de hadas.
Los años pasaron y pasaron, y la aldea volvió a ver la luz. Los mensajeros alababan las buenas dotes de los Reyes, y hablaban de “milagro”, pues los aldeanos volvían a ser felices y la villa era de nuevo una de las más prósperas del lugar. Además, los habitantes del poblado estaban encantadísimos con sus Reyes, y se vanagloriaban de que eran los mejores del condado, pues escuchaban las preocupaciones de sus súbditos y siempre tenían una sonrisa para ellos.
Súbitamente, las cosas empezaron a cambiar. Ciertos mensajeros no veían con buenos ojos a los Reyes, y muchos aldeanos que aceptaron en su momento al Rey Espigado empezaron a mostrar su disconformidad. Al poco tiempo, el Príncipe Azul se casó con Oportuna, una plebeya que antes había sido mensajera, y la Princesa Blanca y su marido cesaron la convivencia matrimonial temporalmente. El Rey Espigado, que siempre había sido muy tranquilo, empezó a ponerse nervioso, y un día silenció al Jefe de una aldea de otro condado debido a sus malos modales. Pero los problemas reales no terminaron aquí: algunos aldeanos jóvenes decidieron quemar cuadros suyos en la hoguera, a modo de protesta.
En este momento entró en escena el verdadero poder de los mensajeros. Decidieron que era el momento más idóneo para debilitarlos, y empezaron a lograr que los aldeanos no vieran con tan buenos ojos a los Reyes. Así, una perspicaz mensajera, que era amiga de la Reina Sonriente, decidió que era el momento de hacerle hablar, para que todos vieran que debajo de esa sonrisa también había indignación y cabreo sobre ciertos asuntos que concernían a la aldea. Las declaraciones de la Reina Sonriente no gustaron a gran parte de los aldeanos, y otros muchos que la habían admirado empezaron a cuestionarla. Por su parte, la mensajera recorrió las mejores casas de la aldea, que tenían magnetófono, para que todo el mundo escuchara su versión y desoyera a la Casa del Rey, al mismo tiempo que ganaba un buen saco de monedas.
Y así fue cómo los habitantes de una pequeña aldea empezaron a comprender el verdadero poder que tienen los mensajeros. No sabemos si los Reyes tuvieron un final feliz o no, pero sí que la historia del poder de los mensajeros continuará…